domingo, 3 de julio de 2022

LA BARBA EN LA ANTIGUA ROMA. MUCHO MÁS QUE UNA OPCIÓN ESTÉTICA.

Una colaboración de Iván La Cioppa

En el imaginario colectivo, siempre imaginamos al antiguo romano con el pelo corto y el rostro afeitado. Bueno, pues no fue siempre así. Al principio, durante la época más antigua, los romanos portaban una barba de longitud mediana, al estilo etrusco, según confirman varias fuentes.

Varrón, en su «De re rustica» (II, 11, 10), hace referencia a estatuas masculinas de largas barbas que denotan la antigüedad de las obras.

Tito Livio nos cuenta que, durante el saqueo de Roma en el 387 a.C., uno de los galos invasores tiró de la barba al senador Marco Papirio.


También en la onomástica tenemos referencias a la barba. Basta con pensar en la familia Domicio Enobarbo, así llamada aludiendo a su característica barba rojiza: familia de la que formaba parte el emperador Nerón, nacido como Lucio Domicio Enobarbo.

Otro ejemplo ligado al nombre fue Escipión Barbato, abuelo de Escipión el Africano quien, diferenciándose de su antepasado, según Plinio el Viejo («Naturalis Historia», VII, 211) introdujo una auténtica revolución en la moda de la época, luciendo siempre un afeitado impecable. Muchos comenzaron a seguir el ejemplo de este héroe y gran líder, y uno de ellos fue su ilustre sobrino Escipión Emiliano: éste lucía un rostro lampiño incluso durante un juicio, donde, según la costumbre, el acusado se presentaba con una barba descuidada como un signo de contrición por la falsedad de los cargos.

Pronto, por tanto, la barba se dejó de lado hasta ser considerada un signo distintivo de los bárbaros. Los Escipiones, por ejemplo, exhibían sus lisas mejillas comparándose con los barbudos cartagineses, contra los que luchaban.

Esta tradición se observa por ejemplo en una moneda del siglo I con la efigie de Marco Claudio Marcelo, conquistador de Sicilia, el primero en ser retratado sin barba.

Debido a esta moda, se instauró el ritual de la «Depositio Barbae», con el que todo joven romano, a quien Cicerón llamaba «iuvenis barbatulus», se afeitaba por primera vez y ofrecía a los dioses su primera barba, llamada «vel lanugo», encerrada en un píxide. La ceremonia solía tener lugar alrededor de los 21 años de edad, como lo demuestra el epitafio del joven Laetilio Gallo, fallecido poco antes de esta edad.



"Llevaba una barba sin afeitar cuando me enfrenté a mi muerte".  Augusto fue una excepción a la regla, según Dion Casio, porque realizó su ritual a la edad de 25 años, muy posiblemente porque padecía de escaso crecimiento del vello facial. Sin embargo, Suetonio afirma que, en la vejez, al enterarse de la masacre de Teutoburgo, de la desesperación, se dejó crecer la barba y el pelo en señal de luto.

En cuanto a la «Depositio Barbae», es curiosa la anécdota del emperador Claudio que, debido a la falta de consideración y desprecio que le tenía su propia familia, celebró su ritual a medianoche y escondido en un palanquín en el Capitolio.

La moda del rostro sin vello hizo la fortuna de los «tonsores» (barberos), traídos por primera vez de Sicilia a Roma por Publio Ticino Menea en el 299 a.C.

Los ricos podían beneficiarse de «tonsores» personales, a menudo de verdaderos artistas como el de Augusto y el de Marcial, famosos por la delicadeza y precisión de su toque.

Los menos pudientes, en cambio, debían contentarse con las «tonstrinae», que eran barberías públicas. Lamentablemente, la navaja utilizada para el afeitado era muy rudimentaria: consistía en una media luna de bronce o hierro afilada en piedras que a menudo perdían el filo. No se utilizaban ungüentos ni nada que suavizara la piel, como mucho se humedecía un poco el rostro con agua fresca. De forma que los cortes y excoriaciones como consecuencia del afeitado se volvieron muy comunes.

Navaja romana

En este tema, los versos de Marcial son ejemplares:

"Las estigmas que tengo en mi barbilla son tantas como ostenta el  hocico de un boxeador jubilado, y no me las hizo mi mujer, loca de furor, con sus uñas, sino el brazo perverso de Antíoco y su maldita cuchilla".

Precisamente por eso los militares, enzarzados en marchas y batallas, no solían afeitarse, y preferían portar una barba corta y ordenada que cuidaban con unas tijeras, menos peligrosas que la navaja. De esta forma, evitaban ir a la batalla ya heridos por haberse afeitado y también gozaban de una protección adicional contra el frío que, además, hacía que la piel  se volviera aún más seca y menos propensa al afeitado.                                                                         

Algunas fuentes informan, sin embargo, que los legionarios de César se afeitaban puntualmente pero sólo para seguir el ejemplo de su carismático comandante. Así que no era una regla definitiva.

Generalmente se cree que Adriano restauró la moda de la barba, debido a su pasión por la filosofía griega.

Sin embargo, sabemos que Nerón ya lucía una barba corta que se unía a las patillas por debajo del mentón. No se sabe si su elección estuvo ligada a su pasión por la filosofía griega o al deseo de evitar las cicatrices del «tonsor».

Además, en algunas escenas de la Columna de Trajano, podemos ver legionarios con barba corta que confirman esta costumbre incluso antes del advenimiento de Adriano.

Legionarios con barba en la columna de Trajano.

Afeitarse más tarde volvió a estar de moda con Constantino y sus sucesores. La única excepción fue su sobrino Juliano que, yendo a contracorriente, luce su barba al estilo de los filósofos griegos. Por ello fue duramente criticado por los cristianos de Antioquía que consideraban su barba pasada de moda, además de un símbolo de paganismo. Juliano respondió a estas invectivas escribiendo una obra satírica titulada «Misopògon» (Μισοπώγων), el enemigo de la barba.

Paradójicamente, los propios cristianos llevaban barba, eso sí, siguiendo ejemplos totalmente distintos.

Juliano el Apóstata presidiendo una conferencia de sectarios, por Edward Armitage (1875).

Podemos afirmar sin lugar a duda que, a lo largo de los siglos, llevar o no barba siempre ha tenido un significado muy concreto, ya sea espiritual, político o social.

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